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La selección: al abrigo de la esperanza

Cuando estudiaba Comunicación Audiovisual y nos dedicábamos a analizar minuciosamente la técnica cinematográfica, una de mis profesoras, Isabel Azcárraga, abordó una preocupación que todos teníamos en aquel momento: a fuerza de acostumbrarnos a la disección, estábamos arruinándonos el futuro placer de simplemente disfrutar del cine.

Teníamos razón, dijo Azcárraga, en lo referente a las malas películas. A partir de aquel momento seríamos más intransigentes ante un filme fallido. Sin embargo, añadió, con el conocimiento profundo del séptimo arte que estábamos adquiriendo íbamos a deleitarnos más en lo bueno, lo bello, lo virtuoso, cuando diésemos con ello. Porque íbamos a ser capaces de valorarlo como espectadores, sí, pero también como expertos.

Recordé esas palabras el fin de semana pasado mientras veía La virgen roja, la última película de Paula Ortiz. Ortiz pone el lenguaje cinematográfico al servicio de una narración extraordinaria, en la que no solo ella sino todos los departamentos a su cargo brillan. Y ese disfrute supremo que me produjo ver la película me hizo pensar en la esperanza.

Por un lado, la existente en la historia real en la que se basa el filme: la “creación” de la primera mujer libre, Hildegart Rodríguez, a manos de su madre, Aurora, quien, cuando vio que su obra no había salido como ella habría querido –es decir, cuando Hildegart realmente se reveló como un sujeto libre–, la destruyó. La esperanza que existía de mejorar la especie se extinguió con ese acto de fanatismo. Pero mientras duró, la capacidad que Hildegart tuvo de luchar por los derechos de las mujeres fue inspiradora.

Y son los relatos que plasman el sueño de un mundo mejor, en vez de la convicción de una futura derrota, los que nos mueven a actuar. Que se lo pregunten a Emilio Lledó, un filósofo con la esperanza por bandera.

Por otro lado, el gozo artístico que produce la película me llevó a pensar en la esperanza que provoca el arte cuando consigue elevarnos por encima de la realidad –que en este momento está como para escapar de ella–.

Ver que otros han hecho algo extraordinario, técnicamente prodigioso, desencadena muchas veces una reacción visceral e inspiradora. Confiamos en que no está todo perdido si el mundo ha parido algo tan bello, si Mozart –y alguien más– pueden componer el Réquiem, si Baldwin puede describir con tanta precisión el miedo a ser uno mismo o si Varda puede reivindicar con maestría el espacio público como pasarela para sus protagonistas.

Finalmente, la esperanza es una excusa infalible para mover una narración. Cuando venían mal dadas, el cine se confiaba a las historias de buenas personas. Sally Rooney, en su última novela, reflexiona sobre el inquebrantable optimismo que emana de la necesidad de que exista amor entre los seres humanos. Y hay esperanza en la poesía cuando Ana Blandiana demuestra que desde la humildad de un verso se puede cambiar el mundo.

Que las obras de arte provoquen esto es buena señal. Los límites de nuestra esperanza determinan nuestra capacidad para mejorar las cosas. Así que extendámoslos lo máximo posible, que los necesitamos. No lo digo yo, lo decía Kant.